Todos los cumpleaños la misma historia: la tarta era trabajo mío. Maldito el momento en el que me aficioné a la repostería. Como no me quedaba más remedio me puse el delantal y abrí mi cuaderno de recetas. Las hojas estaban arrugadas, manchadas de masa, de aceite, de chocolate, la tinta de algunas palabras estaba emborronada… pero me daba demasiada pereza comprar uno nuevo. Un escalofrío recorrió mi espalda al ver los ingredientes. ¿Tendría todo lo que necesitaba? Me temía que no, y la ojeada que eché a la despensa me lo confirmó.
Con los botines rápidamente puestos bajé al establecimiento de debajo de casa que, aunque era pequeño y mayormente ofrecían pan y bebidas, tenía la certeza de que conseguiría lo que me hacía falta. Una campanita anunció mi entrada y la mirada del tendero se dirigió hacia mí. Le pedí lo que necesitaba, pagué y se despidió con una gran sonrisa. Qué felicidad para ser tan temprano en la mañana. Con un paquete de harina, otro de azúcar y una pequeña botella de aceite bajo el brazo solté las llaves en el recibidor de casa. Fui a coger el delantal de nuevo y no estaba donde creía haberlo dejado. ¿Quién se había puesto contra mí y por qué no me dejaba hacer la tarta? Busqué por la cocina, el lavadero, el salón, mi cuarto y al llegar al cuarto de baño quise darme un cabezazo contra la pared. Llevaba puesto el delantal, es más, había bajado con el puesto. Menuda imagen de maruja debo haber dado al dependiente de la tienda, con motivo sonreía tanto.
Ingredientes mezclados y horno caliente, introduje el molde y suspiré al ver que todo había acabado. Pero qué equivocada estaba. Para pasar el rato mientras pasaban los cuarenta y cinco interminables minutos de horneado abrí un juego de móvil que me había descargado hace poco y me tenía locamente enganchada. Malditos caramelos que no se explotaban y me hacían perder siempre el mismo nivel, el 119, llevaba en ese nivel cerca de una semana y no había manera de eliminar el chocolate. Chocolate. Bizcocho. Mierda. Corrí a la cocina y solo allí empecé a notar un olorcillo a tostado, lo que me hizo pensar que a lo mejor no era para tanto y que con raspar un poco la superficie sería suficiente. Qué ilusa. Saqué el dulce con la ayuda de dos trapos y lo puse encima de la hornilla. Con un cuchillo intenté atravesar la superficie del bizcocho para comprobar si estaba hecho por dentro, pero tan bien hecho estaba que el cuchillo no pasaba de la costra. Estaba como una piedra. Como una piedra y quemado. Recordé que no quería quemar mi casa así que apagué el horno para hacer al menos algo bien. Se acabó. Tendría que comprar uno.
Casi era la hora de comer, mi madre volvería de un momento a otro y yo aún no tenía postre. No me quedaba otra que ir al súper y comprar una típica de yema y nata para salir del paso. Unas bonitas velas y un abrazo bien grande seguro que suplirían el fracaso.
El supermercado estaba hasta las trancas, las cajas con colas kilométricas y mil carritos que iban de un lado a otro por los pasillos, pero yo sabía a dónde tenía que ir y cuáles eran los atajos, aquellos pasillos que casi nadie transitaba. Recorrí la sección de comida de mascotas como una bala, giré a la derecha, esquivé las patas de jamón, tragué la saliva que se me acumuló en la boca por culpa del olor y llegué al frigorífico de tartas, en la sección de panadería. Entre brazos de gitano y tartas de princesas y Mickeys encontré la mía. Un pequeño cartelito marcaba 15,50. Madre mía, me habría salido más barato contratar a un pastelero. En realidad no, pero el sablazo me dolió. Después de esquivar unos cuantos carritos y cestas me coloqué al final de una de las interminables colas. Miré de nuevo mi reloj y me impacienté. Tal vez si hacía muchos aspavientos alguien me vería y me dejaría pasar por pena. En ese momento una nueva caja abrió. Corrí y corrí y me choqué con una señora que frenó mi derrape. No solo casi tiro la tarta al suelo y me cuesta el doble de dinero, sino que encima la que me ayudó a sostenerme en pie fue mi madre. Feliz cumpleaños.
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