24 de septiembre de 2015

Animal de costumbre

     Cuando llega septiembre, muchos niños, adolescentes y también adultos maldicen el trabajo tan puntual y correcto que sus despertadores llevan a cabo. Unas personas ignoran su llamada, otras le piden una prórroga y, aunque algunos lo crean un mito, también hay quién se levanta en el primer tono. Por suerte o por desgracia, yo soy de ese último tipo.
     El lunes 21 de septiembre fue mi primer día de clase después de un laaaaargo e intenso verano. Cuidado, no quería que se acabara el verano, pero estaba empezando a aburrirme el tener la vida tan desocupada y, además, echaba de menos a mucha gente. Algo que no me parece tan sorprendente ahora como me lo hubiera parecido un par de años atrás es que también tenía ganas de aprender. Puede que sea por el maravilloso mundo en el que me he metido. ¿Quién sabe?



     Por la mañana me levanté, como ya he dicho, sin remolonear en la cama, del tirón. Eran las 6:30. Nadie estaba despierto. O entraban más tarde o ya se habían ido. Ropa, desayuno y a la calle. Cuando llegué a la parada del autobús fue cuando decidí pararme un poco. No es que yo cogiera el mismo autobús de siempre a la misma hora de siempre, no. En la parada ya estaban las mismas personas de siempre y detrás de mí llegaron las mismas personas de siempre. Nada había cambiado. La chica con bata (enfermera, probablemente) con su carpeta y su pequeña friambrera al hombro, esos dos chavales que siempre van juntos hablando sin quitarse sus respectivos auriculares, y varias señoras más que nunca he curioseado más de la cuenta. Pero con la estampa que me quedo es con la madre y su hijo pequeño. Parecerá una tontería, pero he visto al niño dormir, lo he visto resfriado y cómo con el paso de los días estaba más y más recuperado, con pantalones cortos, con un chaquetón con capucha de dinosaurio, con chubasquero y, ahora, lo veía con una maleta de niño mayor. El chiquillo puede tener entre unos 8 o 9 años y el año pasado tonteaba sentado en las rodillas de su madre con su pequeña maleta de carrito azul. Este año rodaba una maleta de camuflaje más grande y andaba con más seguridad, más serio, pero feliz. Muy feliz.
     ¿Por qué me paro en esto? No lo sé. Me gusta observar. Me gusta darme cuenta de las pequeñas cosas. Ese niño ha crecido, aunque sea un poco, y, aunque vaya por el camino de los dos amigos que antes mencioné, sigue siendo esa pequeña campanita que tintinea sobre el murmullo y los bostezos oscuros de la mañana. Bonito ¿eh? Verlo es aún mejor.
     Vivimos nuestra vida como si sólo viviéramos nosotros y los demás fueran robots o estatuas puestas en nuestro camino para no sentirnos solos en los caminos de un lado a otro. Esas personas con las que comparto día a día el autobús han tenido un verano como el mío, mejor o peor, pero han pasado calor, algunos habrán viajado, tal vez se han cortado el pelo, habrán reído, tal vez llorado, les habrán crecido las uñas y se las habrán cortado, se habrán peleado con algún amigo o familiar o simplemente habrán tenido una de esas riñas tontas que todos tenemos en algún momento y más de lo que desearíamos, habrán comido, bebido, incluso habrán deseado que el despertador se quedara sin voz esa mañana, y todos han vuelto al mismo sitio de todos los días a la misma hora. No sé si ellos habrán pensado: "anda, mira, a esa chica me la encuentro siempre", pero yo sí que le he dado alguna que otra vuelta.
     Y ya para terminar un duda. ¿Por qué cuando volvimos mis compañeros y yo a clase a empezar el nuevo curso con nuevos compañeros, nuevos profesores, nuevas asignaturas y nueva clase nos hemos vuelto a sentar en los mismos lugares en los que nos situábamos en la antigua aula? En fin.

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