Al final de un largo camino de piedras grisáceas rodeado de
estatuas clásicas, árboles esmeralda y preciosas plantas de todos los colores
que se pueden imaginar, se encontraba un gran palacio, digno de un rey; en este
caso, de un gobernador. Chris llegó a la puerta, dio unos toques y un hombre de
uniforme le abrió.
El
recibidor era espectacularmente lujoso. A la derecha, unas sillas de mármol con
asiento de un cómodo y brillante fieltro rojo acompañaban a un precioso
perchero de oro y a un paragüero que no se quedaba atrás en cuanto a lujos por
las piedras preciosas incrustadas que tenía. A la izquierda, una gran puerta de
roble con pomos del más deslumbrante oro, como si los pulieran cada cinco
minutos. Al frente una gran escalera enroscada con una barandilla tallada a la
perfección una cantidad tan grande de detalles que solo eran apreciables en su
totalidad si pegabas tu nariz a ella. Del techo colgaba una gran lámpara de
candelabros dorada con miles de minúsculos cristalitos que brillaban gracias a
la luz que entraba desde los grandiosos ventanales. Un ruido se produjo a su
espalda, pero no fue reconocible hasta que poco a poco se fue volviendo
reconocible, pues no era un ruido normal, era su nombre. Chris. Chris.
Christopher. Abrió los ojos y se encontró frente a su madre, en el salón de su
casa. Maldita sea. El sonambulismo había hecho de nuevo de las suyas.
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