17 de noviembre de 2013

Toulouse 1927

El día 13 de mayo de 2012 escribí este relato y lo publiqué en mi antiguo blog. Es una de las pocas cosas que he recuperado ya que pienso que es una de las mejores cosas que he escrito. Si queréis leerlo con un poco de ambientación, escuchad esta preciosa canción mientras leéis: Zaz - Coeur Volant. Disfrutad y comentad qué os parece.



Un trazo ligero. Dos largos. Golpecitos en el asfalto con unos pequeños zapatos de charol. Un soplo sobre el papel. Una mirada impaciente. Un dedo deslizándose sobre el carboncillo.
Las manos hábiles del joven retratista trabajan sin parar. Intercalando miradas. Hacia el frente y vuelta al papel. Los últimos toques sobre los pómulos y… listo. Deja caer las herramientas sobre una cajita de madera. Coge un trapo y se limpia sus propias herramientas, sus manos, y da la vuelta a la obra. La chica sentada frente a él gira su cuello hacia un lado, luego hacia el otro y, al fin, sonríe feliz. Dos personas a su espalda también sonríen y una de ellas, un hombre, saca de su bolsillo una brillante moneda que le entrega al joven. Él le devuelve la sonrisa a la familia y ve como la pequeña niña se marcha dando pequeños brincos mientras admira su nuevo espejo.
Otras figuras pasean tranquilamente, charlan sentadas en terrazas de cafés y hacen fotos a la Place du Capitole. Hombres bien vestidos, otros más modestos; mujeres serias, otras riendo a carcajadas; niños jugando, algún que otro, llorando. Sombreros elegantes para ellos, cabellos perfectamente ondulados lucían ellas. Trajes y vestidos oscuros en gamas desde el negro hasta el crudo, eso sí, todos con una cierta elegancia que al pintor le parecía atractiva.
El pintor se miró a sí mismo. Pantalones sucios, algunos rasguños en las rodillas, camisa beige con falta de algunos botones superiores, chaqueta verde oliva oscura, una bufanda suelta al cuello y un modesto sombrero un poco andrajoso. Sólo era un joven bohemio, pintor de retratos, callejero, huérfano.
Aún sostenía la moneda que había recibido como pago por el anterior dibujo con su mano derecha. De un bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño monedero de cuero. Lo abrió e introdujo la moneda en él. Observó que aún tenía que hacer algunos retratos más, así que se dispuso a ordenar su material y a esperar a la suerte.
Mientras afilaba la punta de su herramienta principal, entre toda la gente, disipó una escena no muy agradable, pero frecuente en los tiempos. Dos grandes y rudas manos sujetaban a una muchacha por los brazos fuertemente mientras los dientes del mismo cuerpo chirriaban al apretar una mandíbula contra otra. La joven no hacía más que huir de la mirada de rabia del hombre. La muchedumbre no se extrañaba, ni siquiera lanzaba miradas curiosas. Todos seguían con sus vidas. A veces, esas cosas pasaban en Toulouse.
Finalmente, el hombre la cogió por la muñeca y la arrastró entre la multitud.

Al día siguiente, el joven retratista, desde su sitio habitual, observó que una figura encapuchada se sentaba en el café de la plaza. Su perfil le era familiar y a un buen fisonomista no se le puede negar una afirmación, así que apretó sus chocolateados ojos y observó con más detenimiento ese misterioso rostro que, sin duda, era el de una mujer. La encapuchada se descubrió la cabeza con temor y agachó la cabeza. Luego dio una rápida mirada hacia derecha e izquierda. En uno de esos giros, el muchacho pudo admirar unos brillantes y bellos ojos verdes que resaltaban como dos candiles con el contraste de su larga melena negra. Ella no vestía como las demás mujeres. Mientras las demás mostraban pomposos abrigos de piel y altos tocados, ella vestía más colorida, pero más modesta, sin perlas ni largos guantes, y con su pelo natural sobre los hombros. Era de tez morena, con rasgos bien marcados, pero delicados; con labios carnosos y desnudos. No llevaba maquillaje.
El joven, maravillado de la belleza y el exotismo de la muchacha, sacó su cuaderno, agarró el carboncillo con fuerza y empezó a plasmarla. Pensaba que, obviamente, su dibujo no estaría a la altura de la realidad, pero sentía unas ganas tremendas de fotografiar ese rostro para siempre.
La chica observaba su alrededor continuamente, como si huyera de algo o de alguien.
Antes de que el chico pudiera terminar siquiera el boceto del rostro, la muchacha se levantó de la mesa que ocupaba y huyó camuflándose entre la multitud de la misma forma de la que había llegado a la plaza.

Al día siguiente, mientras el joven terminaba el retrato de una anciana mujer, la muchacha volvió a aparecer, esta vez sin capucha, pero cabizbaja.
El joven entregó el retrato, le fue pagado lo justo y la anciana agradeció el trabajo con una gran sonrisa vacía de piezas dentales, pero con una alegría que por Toulouse escaseaba. El chico volvió a echar una mirada a la plaza, pero la joven ya no estaba. El retratista empezaba a olvidar el rostro de la muchacha, recordaba sus grandes y brillantes ojos verdes y la ternura que transmitían, pero las faces de su cara empezaban a desvanecerse.
Para suerte del joven, aquella figura femenina apareció de nuevo bien caída la tarde, y volvió a sentarse en la misma mesa de la otra vez. El chico no lo dudó dos veces y se puso a retratarla con rapidez, pero haciendo hincapié en cada mínimo detalle.
En uno de los momentos de observación del retratista, las miradas de los jóvenes se cruzaron por casualidad. El chico bajó la mirada rápidamente, avergonzado por su descortesía; la chica sonrió, se levantó y se acercó al joven. Él escondió el lienzo tan rápido como pudo y se limitó a observar cómo aquella hermosa muchacha se le acercaba lentamente. La chica, observadora, preguntó qué era aquella cosa que había guardado con tanta rapidez y nerviosismo. Aquella voz melodiosa lo hipnotizó al joven y no tuvo más que responder con tartamudez y enseñar su dibujo. La chica quedó encantada con la obra que estaba realizando y lo animó a que siguiera. El chico le ofreció asiento, pero ella prefirió que siguiera con su trabajo tal y como lo llevaba haciendo hasta ahora. Él observó que la chica tenía su ojo izquierdo, tapado ligeramente con su cabello, un poco amoratado. La joven se dio cuenta de la observación, miró hacia otro lado y sonrió. Una simple despedida fue cruzada entre ambos y la muchacha volvió a desaparecer de la Place du Capitole.

Pasaron los días y, con el poco tiempo que podía verla, el muchacho fue retratando a la chica poco a poco con todo el cariño y cuidado del mundo.
Cuando el dibujo estuvo terminado, el muchacho quiso enseñárselo a su modelo, pero apareció de nuevo aquel horrible hombre al que no había visto desde la primera vez. Gritaba, agitaba los brazos y agarraba fuertemente a la chica. El joven quiso interceder, pero no le pareció correcto, o cortés, o tuvo simplemente miedo.

Al día siguiente, aún preocupado por el incidente del día anterior, paseaba hasta su sitio habitual cuando vio en el suelo un periódico de esa misma mañana. Lo cogió y lo leyó un poco por encima, hasta que encontró un titular que lo dejó clavado. Volvió a tirar el periódico al suelo y corrió mientras las lágrimas escapaban de sus ojos castaños.
Un letrero le hizo saber que había llegado a su destino.
Los altos cipreses daban sombra a los mármoles y piedras que reposaban en el suelo y que rodeaban al chico. Miraba hacia todos lados, aún llorando y con sus herramientas bajo el brazo. Vio un grupo de gente, vestida de un color más negro del habitual que se dispersaba por momentos mientras sonaban sus narices con pañuelos albos. Se acercó. La había encontrado.
Rosalie Benoit
13 Mai 1906 - 21 Novembre 1927
Nous nous n'oublierons pas de toi. Nous combattrons pour toi. Reposer en paix”
Una foto reposaba sobre el frío mármol. Sin duda no era una broma, era ella. La chica más bella que había retratado jamás. La chica a la que se había rendido una semana atrás. La chica que tenía retratada en el lienzo que llevaba bajo el brazo.

Pasaron los días y en el sitio dónde siempre había estado el joven, ahora no había más que soledad.
Pasados tres días, otra fría noticia volaba de boca en boca. Un vagabundo y joven retratista se había suicidado en un pequeño apartamento dónde vivía in fraganti.
Cuando la policía y los sepultureros entraron por primera vez en la estancia no había más que silencio, soledad y una fría sensación de tristeza.
A los pies del cuerpo ahorcado, encontraron un retrato, aún fresco, de una muchacha sonriente. El hombre que lo agarró juró oír un llanto masculino y una risa vivaracha femenina a la vez que le hizo estremecer y huir de la habitación.
Se dice que todas las personas que hicieron el mismo acto acabaron huyendo sin pronunciar palabra. También dicen que aquellos fueron buenos hombres y amantes.

Y allí, sigue aquel lienzo. Olvidado, pero siempre recordado al son de la risa de Rosalie consolando el llanto del retratista.

1 comentario:

  1. Pelos de punta. Me ha encantado. De verdad que me has trasnportado a Toulouse, a esa misma escena. Tienes talento :)
    Gracias por pasarte por mi blog, significa mucho que alguien pare por un momento y lea lo que otros disparatan (a veces) o piensan.
    Si encuentras algun remedio al problema que planteo en mi texto, por favor COMPARTELO CONMIGO. Porque es horrible ser alguien que no eres porque otros te han encasillado ese lugar.
    Un beso muy fuerte y me alegro (en buen sentido) que te hasyas identificado con mi texto.

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