Un trazo ligero. Dos
largos. Golpecitos en el asfalto con unos pequeños zapatos de
charol. Un soplo sobre el papel. Una mirada impaciente. Un dedo
deslizándose sobre el carboncillo.
Las manos hábiles del
joven retratista trabajan sin parar. Intercalando miradas. Hacia el
frente y vuelta al papel. Los últimos toques sobre los pómulos y…
listo. Deja caer las herramientas sobre una cajita de madera. Coge un
trapo y se limpia sus propias herramientas, sus manos, y da la vuelta
a la obra. La chica sentada frente a él gira su cuello hacia un
lado, luego hacia el otro y, al fin, sonríe feliz. Dos personas a su
espalda también sonríen y una de ellas, un hombre, saca de su
bolsillo una brillante moneda que le entrega al joven. Él le
devuelve la sonrisa a la familia y ve como la pequeña niña se
marcha dando pequeños brincos mientras admira su nuevo espejo.
Otras figuras pasean
tranquilamente, charlan sentadas en terrazas de cafés y hacen fotos
a la Place du Capitole. Hombres bien vestidos, otros más modestos;
mujeres serias, otras riendo a carcajadas; niños jugando, algún que
otro, llorando. Sombreros elegantes para ellos, cabellos
perfectamente ondulados lucían ellas. Trajes y vestidos oscuros en
gamas desde el negro hasta el crudo, eso sí, todos con una cierta
elegancia que al pintor le parecía atractiva.
El pintor se miró a sí
mismo. Pantalones sucios, algunos rasguños en las rodillas, camisa
beige con falta de algunos botones superiores, chaqueta verde oliva
oscura, una bufanda suelta al cuello y un modesto sombrero un poco
andrajoso. Sólo era un joven bohemio, pintor de retratos, callejero,
huérfano.
Aún sostenía la moneda
que había recibido como pago por el anterior dibujo con su mano
derecha. De un bolsillo de la chaqueta sacó un pequeño monedero de
cuero. Lo abrió e introdujo la moneda en él. Observó que aún
tenía que hacer algunos retratos más, así que se dispuso a ordenar
su material y a esperar a la suerte.
Mientras afilaba la punta
de su herramienta principal, entre toda la gente, disipó una escena
no muy agradable, pero frecuente en los tiempos. Dos grandes y rudas
manos sujetaban a una muchacha por los brazos fuertemente mientras
los dientes del mismo cuerpo chirriaban al apretar una mandíbula
contra otra. La joven no hacía más que huir de la mirada de rabia
del hombre. La muchedumbre no se extrañaba, ni siquiera lanzaba
miradas curiosas. Todos seguían con sus vidas. A veces, esas cosas
pasaban en Toulouse.
Finalmente, el hombre la
cogió por la muñeca y la arrastró entre la multitud.
Al día siguiente, el
joven retratista, desde su sitio habitual, observó que una figura
encapuchada se sentaba en el café de la plaza. Su perfil le era
familiar y a un buen fisonomista no se le puede negar una afirmación,
así que apretó sus chocolateados ojos y observó con más
detenimiento ese misterioso rostro que, sin duda, era el de una
mujer. La encapuchada se descubrió la cabeza con temor y agachó la
cabeza. Luego dio una rápida mirada hacia derecha e izquierda. En
uno de esos giros, el muchacho pudo admirar unos brillantes y bellos
ojos verdes que resaltaban como dos candiles con el contraste de su
larga melena negra. Ella no vestía como las demás mujeres. Mientras
las demás mostraban pomposos abrigos de piel y altos tocados, ella
vestía más colorida, pero más modesta, sin perlas ni largos
guantes, y con su pelo natural sobre los hombros. Era de tez morena,
con rasgos bien marcados, pero delicados; con labios carnosos y
desnudos. No llevaba maquillaje.
El joven, maravillado de
la belleza y el exotismo de la muchacha, sacó su cuaderno, agarró
el carboncillo con fuerza y empezó a plasmarla. Pensaba que,
obviamente, su dibujo no estaría a la altura de la realidad, pero
sentía unas ganas tremendas de fotografiar ese rostro para siempre.
La chica observaba su
alrededor continuamente, como si huyera de algo o de alguien.
Antes de que el chico
pudiera terminar siquiera el boceto del rostro, la muchacha se
levantó de la mesa que ocupaba y huyó camuflándose entre la
multitud de la misma forma de la que había llegado a la plaza.
Al día siguiente,
mientras el joven terminaba el retrato de una anciana mujer, la
muchacha volvió a aparecer, esta vez sin capucha, pero cabizbaja.
El joven entregó el
retrato, le fue pagado lo justo y la anciana agradeció el trabajo
con una gran sonrisa vacía de piezas dentales, pero con una alegría
que por Toulouse escaseaba. El chico volvió a echar una mirada a la
plaza, pero la joven ya no estaba. El retratista empezaba a olvidar
el rostro de la muchacha, recordaba sus grandes y brillantes ojos
verdes y la ternura que transmitían, pero las faces de su cara
empezaban a desvanecerse.
Para suerte del joven,
aquella figura femenina apareció de nuevo bien caída la tarde, y
volvió a sentarse en la misma mesa de la otra vez. El chico no lo
dudó dos veces y se puso a retratarla con rapidez, pero haciendo
hincapié en cada mínimo detalle.
En uno de los momentos de
observación del retratista, las miradas de los jóvenes se cruzaron
por casualidad. El chico bajó la mirada rápidamente, avergonzado
por su descortesía; la chica sonrió, se levantó y se acercó al
joven. Él escondió el lienzo tan rápido como pudo y se limitó a
observar cómo aquella hermosa muchacha se le acercaba lentamente. La
chica, observadora, preguntó qué era aquella cosa que había
guardado con tanta rapidez y nerviosismo. Aquella voz melodiosa lo
hipnotizó al joven y no tuvo más que responder con tartamudez y
enseñar su dibujo. La chica quedó encantada con la obra que estaba
realizando y lo animó a que siguiera. El chico le ofreció asiento,
pero ella prefirió que siguiera con su trabajo tal y como lo llevaba
haciendo hasta ahora. Él observó que la chica tenía su ojo
izquierdo, tapado ligeramente con su cabello, un poco amoratado. La
joven se dio cuenta de la observación, miró hacia otro lado y
sonrió. Una simple despedida fue cruzada entre ambos y la muchacha
volvió a desaparecer de la Place du Capitole.
Pasaron los días y, con
el poco tiempo que podía verla, el muchacho fue retratando a la
chica poco a poco con todo el cariño y cuidado del mundo.
Cuando el dibujo estuvo
terminado, el muchacho quiso enseñárselo a su modelo, pero apareció
de nuevo aquel horrible hombre al que no había visto desde la
primera vez. Gritaba, agitaba los brazos y agarraba fuertemente a la
chica. El joven quiso interceder, pero no le pareció correcto, o
cortés, o tuvo simplemente miedo.
Al día siguiente, aún
preocupado por el incidente del día anterior, paseaba hasta su sitio
habitual cuando vio en el suelo un periódico de esa misma mañana.
Lo cogió y lo leyó un poco por encima, hasta que encontró un
titular que lo dejó clavado. Volvió a tirar el periódico al suelo
y corrió mientras las lágrimas escapaban de sus ojos castaños.
Un letrero le hizo saber
que había llegado a su destino.
Los altos cipreses daban
sombra a los mármoles y piedras que reposaban en el suelo y que
rodeaban al chico. Miraba hacia todos lados, aún llorando y con sus
herramientas bajo el brazo. Vio un grupo de gente, vestida de un
color más negro del habitual que se dispersaba por momentos mientras
sonaban sus narices con pañuelos albos. Se acercó. La había
encontrado.
“Rosalie
Benoit
13 Mai
1906 - 21 Novembre 1927
Nous nous n'oublierons
pas de toi. Nous combattrons pour toi. Reposer en paix”
Una foto reposaba sobre el
frío mármol. Sin duda no era una broma, era ella. La chica más
bella que había retratado jamás. La chica a la que se había
rendido una semana atrás. La chica que tenía retratada en el lienzo
que llevaba bajo el brazo.
Pasaron los días y en el
sitio dónde siempre había estado el joven, ahora no había más que
soledad.
Pasados tres días, otra
fría noticia volaba de boca en boca. Un vagabundo y joven retratista
se había suicidado en un pequeño apartamento dónde vivía in
fraganti.
Cuando la policía y los
sepultureros entraron por primera vez en la estancia no había más
que silencio, soledad y una fría sensación de tristeza.
A los pies del cuerpo
ahorcado, encontraron un retrato, aún fresco, de una muchacha
sonriente. El hombre que lo agarró juró oír un llanto masculino y
una risa vivaracha femenina a la vez que le hizo estremecer y huir de
la habitación.
Se dice que todas las
personas que hicieron el mismo acto acabaron huyendo sin pronunciar
palabra. También dicen que aquellos fueron buenos hombres y amantes.
Y allí, sigue aquel
lienzo. Olvidado, pero siempre recordado al son de la risa de Rosalie
consolando el llanto del retratista.
Pelos de punta. Me ha encantado. De verdad que me has trasnportado a Toulouse, a esa misma escena. Tienes talento :)
ResponderEliminarGracias por pasarte por mi blog, significa mucho que alguien pare por un momento y lea lo que otros disparatan (a veces) o piensan.
Si encuentras algun remedio al problema que planteo en mi texto, por favor COMPARTELO CONMIGO. Porque es horrible ser alguien que no eres porque otros te han encasillado ese lugar.
Un beso muy fuerte y me alegro (en buen sentido) que te hasyas identificado con mi texto.