7 de septiembre de 2014

Después de mucho tiempo vuelvo a asomar el hocico por aquí. He de decir que me encanta escribir y transportarme a mí misma, el problema es el tiempo (mi amigo el tiempo) y la inspiración, que no siempre están aquí conmigo. 
Terminado el instituto, la selectividad, estabilizada mínimamente mi vida y terminado el verano, veré todo lo que puedo hacer por aquí, porque realmente quiero retomar mi etapa bloguera. 
Empiezo de nuevo con un relato que escribí en las notas de mi móvil en un viaje de vuelta en AVE. Se podría decir que está basado en hechos reales.

Entramos en la sala. Abarrotada, como todas. Miré a ambos lados y el izquierdo me pareció una buena opción. El primer cuadro que vi: Sorolla, Niños en la Playa. Me acerqué, pero no demasiado para no interrumpir a los demás visitantes, y miré fijamente la obra de arte. Se trataba de tres simples niños desnudos tumbados en la orilla del mar. Conocía esa obra y me resultaba atractiva, pero en ese momento no estaba pensando precisamente en la belleza de la pintura ni en nada relacionado con el arte.
Mientras observaba el cuadro, vi de reojo una de las tantas escenas que ya había visto en esos días. Desvié la mirada a la escena a pesar de que mis ojos preferían volverse hacia dentro, una escena de afecto que me encendía la sangre y que hacía que mi corazón recibiera un soplido gélido. Aún no comprendía por qué me sentía así cada vez los veía juntos, pero sí que sabía que era hora de dejarlo ir.
Volví a mirar el cuadro que tenía delante y decidí que ya llevaba ahí demasiado tiempo.

Él estaba allí, al otro lado del cuadro, observando las pinceladas de mi amigo Sorolla y, aunque no quería interrumpir, un impulso salió de mi cerebro y fue a parar en forma de palmadita en su hombro cuando pasé por su lado, lo que hizo que saliera del trance y me mirara algo sobresaltado. Dibujé una media sonrisa en mi rostro y me puse delante del siguiente cuadro. Él me siguió y lo observó conmigo. <<Qué fea>> le confesé refiriéndome a la mujer que estaba pintada delante nuestra. Un simple sonido afirmativo sin despegar los labios me desveló que me había escuchado. <<La Dama Boba>> añadió, y antes de que pudiera seguir caminando por la sala empezó a contarme detalles de la obra, tal y cómo le gustaba hacer con todo lo que conocía, aunque a veces no le interesara a nadie. Cuando terminó de hablar, dos suaves brazos me rodearon por la espalda y una voz femenina sonó entre los dos que allí conversábamos. <<¡Anda, la Dama Boba!>> exclamó ella. Suficiente. Él asintió, ésta vez con un “sí” verbal. Pero no fue sólo eso lo que cambió. Empezó de nuevo a contar la historia que yo antes había oído, pero esta vez con más entusiasmo y detalle, con un brillo especial en los ojos, un brillo que sólo tenía cuando ella le hablaba, un brillo que sólo tenía cuando él la miraba... Un brillo que sólo aparecía cuando ella estaba.

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