Después de mucho tiempo vuelvo a asomar el hocico por aquí. He de decir que me encanta escribir y transportarme a mí misma, el problema es el tiempo (mi amigo el tiempo) y la inspiración, que no siempre están aquí conmigo.
Terminado el instituto, la selectividad, estabilizada mínimamente mi vida y terminado el verano, veré todo lo que puedo hacer por aquí, porque realmente quiero retomar mi etapa bloguera.
Empiezo de nuevo con un relato que escribí en las notas de mi móvil en un viaje de vuelta en AVE. Se podría decir que está basado en hechos reales.
Entramos
en la sala. Abarrotada, como todas. Miré a ambos lados y el
izquierdo me pareció una buena opción. El primer cuadro que vi:
Sorolla, Niños en la Playa. Me acerqué, pero no demasiado para no
interrumpir a los demás visitantes, y miré fijamente la obra de
arte. Se trataba de tres simples niños desnudos tumbados en la
orilla del mar. Conocía esa obra y me resultaba atractiva, pero en
ese momento no estaba pensando precisamente en la belleza de la
pintura ni en nada relacionado con el arte.
Mientras
observaba el cuadro, vi de reojo una de las tantas escenas que ya
había visto en esos días. Desvié la mirada a la escena a pesar de
que mis ojos preferían volverse hacia dentro, una escena de afecto
que me encendía la sangre y que hacía que mi corazón recibiera un
soplido gélido. Aún no comprendía por qué me sentía así cada
vez los veía juntos, pero sí que sabía que era hora de dejarlo ir.
Volví
a mirar el cuadro que tenía delante y decidí que ya llevaba ahí
demasiado tiempo.
Él
estaba allí, al otro lado del cuadro, observando las pinceladas de
mi amigo Sorolla y, aunque no quería interrumpir, un impulso salió
de mi cerebro y fue a parar en forma de palmadita en su hombro cuando
pasé por su lado, lo que hizo que saliera del trance y me mirara
algo sobresaltado. Dibujé una media sonrisa en mi rostro y me puse
delante del siguiente cuadro. Él me siguió y lo observó conmigo.
<<Qué fea>> le confesé refiriéndome a la mujer que
estaba pintada delante nuestra. Un simple sonido afirmativo sin
despegar los labios me desveló que me había escuchado. <<La
Dama Boba>> añadió, y antes de que pudiera seguir caminando
por la sala empezó a contarme detalles de la obra, tal y cómo le
gustaba hacer con todo lo que conocía, aunque a veces no le
interesara a nadie. Cuando terminó de hablar, dos suaves brazos me
rodearon por la espalda y una voz femenina sonó entre los dos que
allí conversábamos. <<¡Anda, la Dama Boba!>> exclamó
ella. Suficiente. Él asintió, ésta vez con un “sí” verbal.
Pero no fue sólo eso lo que cambió. Empezó de nuevo a contar la
historia que yo antes había oído, pero esta vez con más entusiasmo
y detalle, con un brillo especial en los ojos, un brillo que sólo
tenía cuando ella le hablaba, un brillo que sólo tenía cuando él
la miraba... Un brillo que sólo aparecía cuando ella estaba.
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