Cuando llega septiembre, muchos niños, adolescentes y también adultos maldicen el trabajo tan puntual y correcto que sus despertadores llevan a cabo. Unas personas ignoran su llamada, otras le piden una prórroga y, aunque algunos lo crean un mito, también hay quién se levanta en el primer tono. Por suerte o por desgracia, yo soy de ese último tipo.
El lunes 21 de septiembre fue mi primer día de clase después de un laaaaargo e intenso verano. Cuidado, no quería que se acabara el verano, pero estaba empezando a aburrirme el tener la vida tan desocupada y, además, echaba de menos a mucha gente. Algo que no me parece tan sorprendente ahora como me lo hubiera parecido un par de años atrás es que también tenía ganas de aprender. Puede que sea por el maravilloso mundo en el que me he metido. ¿Quién sabe?